Sobre el robo de libros

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Por: Sergio Tamayo Yáñez
Algo común en mi generación es ese fanatismo por Roberto Bolaño hasta el punto de seguir leyendo cualquier cosa que encuentren de él, así sea un post it. Si Los detectives salvajes crearon escuela, una de sus consecuencias, casi como si de una especie de cosplay se tratara, es darle un nuevo impulso al robo de libros.
Cuando he trabajado en ferias me he visto perjudicado en más de una ocasión por estos polémicos actos de los amigos de lo ajeno. Sería mentir decir que ahí empezó mi relación con el robo (fue en la primaria) pero lo cierto es que una vez le comenté a alguien mi mala suerte y posterior descuento en el misérrimo sueldo que recibía por estar parado dos semanas en un stand. Ella solo atinó a responder: “¿Hay gente que roba libros?”
Sorprendida ante mi revelación, como sugiriendo que con tantas cosas para robar y con el riesgo de que te quemen vivo (lo que les hacen a los ladrones en algunos lugares) vas a ser tan tonto (por decir lo menos) de robar algo tan poco valioso.
“Hasta los libros se roban” títuló un diario de Puebla, como si fuera una estupidez. Tal vez por eso dicen que robar libros no es robar. Y es que, en realidad, es hurtar, lo que le quita la espectacularidad. Claro, a menos que vayas con un arma a una librería, pero es obvio, que de esos casos no estamos hablando (aunque suceden).
Así que, visto desde la otra perspectiva, sustraer un ejemplar no es en lo absoluto “cool” como nos quieren hacer creer tanto los que están a favor como en contra de Bolaño, Rodrigo Fresán y compañía. No tiene nada de especial y es que, literalmente, hasta un perro puede hacerlo. Entonces la pregunta cae por su propio peso ¿Por qué jugar, no es exageración, con fuego?
La interrogante no es retórica, ni busca justificar dicha conducta, no solo porque no me interesa dar clases de moral; sino también porque en un mundo en que todo es relativo y hasta se puede aplaudir la muerte de alguien (en defensa propia, porque te robó o lo abortaste), no tendría sentido esmerarme en buscar indulgencia para un acto que a veces solo implica la pérdida de menos de un dólar. Solo intentaré explicarla, algo muy diferente.
Podría esbozar una vaga referencia romántica a que “el libro es el alimento del alma” y, como el hurto famélico no es delito (cfr. artículo 445 del Código Penal), mutatis mutandis, el robo de libros sería considerado un ilícito de bagatela. Pero la respuesta no va por ahí. Ensayo tres.
Ribeyro decía, en La caza sutil, que “El amor a los libros, como toda pasión violenta, está sujeta a toda clase de arbitrariedades”. Una de ellas puede ser el agarrón sutil de obras sin pagar. Y no puedes ponerte en plan “de qué va a comer el artista” pues nunca pensaste en eso las incontables veces que compraste discos y películas piratas. Eso es peor aún que robar un ejemplar aislado, es mantener una industria que gana dinero con la pérdida ajena. El tema es que, en asuntos bibliográficos, nos hacemos muchas bolas por el carácter medio sacro que todavía tiene el papel y la palabra escrita. Como si fuera un caso “especial”. En El laberinto de los cincuenta, Iwasaki comenta como se horrorizan que en el colegio se tenga que memorizar poemas, pero nadie cuestiona ser obligado a aprender fórmulas polinómicas o la tabla de los elementos químicos. Este doble rasero ocurre también en el mundillo librero. No nos sorprende los faenones de tremendas ratazas en la política, ¿por qué entonces el escamoteo de libros debería parecernos intolerable? En resumen, no es tan grave y, por eso, la primera causa es que no es tan importante.
Una segunda explicación puede partir de la imagen estereotipada que se tiene de los lectores: gente pasiva, sedentaria, que se refugia en la fantasía por no enfrentarse a la realidad. Naturalmente, todo ello es falso y la bibliocleptomanía sirve para demostrar que un lector puede también ser un hombre de acción y sin miedo al peligro. Es una especie de reivindicación o reclamo a la mirada burlona de los no lectores.
Cuando los libros son tu religión, no existe norma terrenal que valga. Todo culto exige sacrificios y ofrendas. Y la auténtica devoción se demuestra en los hechos, en poner a disposición de tu fe la reputación y hasta la integridad física. Cualquiera puede, en plan chill, ser booktuber y tomarle fotos a sus funkos para Instagram, pero solo un real enfermo de literatosis vilamatiana llega a los extremos (modestos, seamos sinceros) de atentar contra las leyes, la ética y propiedad privada.
Y eso te lo sugiere constantemente la misma víctima como si de una especie de síndrome de Estocolmo se tratase: desde El juguete rabioso de Roberto Arlt hasta el protagonista de 4,3,2,1 de Auster, pasando por uno de los cuentos de Llamadas telefónicas, El nombre de la rosa y el demasiado evidente título de una película soporífera, el robo de libros es un tema común en la literatura.
Así que son libres de atreverse o no. Solo queda guiarse por la luz, cegadora o tenue, de nuestro propio talento. Aunque, quien sabe, por ahí deslizo algún tutorial, algún día…
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