Formas de ordenar un libro

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Por: Mario Vásquez Cohello
Quiérase o no, se necesita orden ya sea en la vida, en la casa o en el trabajo. Hace unos años, antes que se vuelva una popular serie de Netflix, leí La magia del orden de Marie Kondo, un simpático manual para exterminar los desbordes en el hogar. Uno de sus consejos era que no había que tener más de 30 libros en casa, lo que ya es motivo para otro artículo.
Aunque discrepe de esa sugerencia, es cierto que en los libros también es importante el orden. No me referiré al orden de una biblioteca o si es una forma sutil de crítica. En realidad, estaba pensando más en el orden estructural del libro, la forma en que el autor construye el “esqueleto” de la obra: una de las alternativas del novelista, de las que Ribeyro no discurrió en su artículo del mismo título en La caza sutil, pero no tocó el tema tal vez por falta de orden.
Así como el autor de Los gallinazos sin plumas relata que el escritor debe escoger primero el idioma, luego el lenguaje, el tipo de narrador, la persona gramatical, etc. cuando escribe, me pregunto si además pensará en cómo dividirá -ordenará- el texto ¿por capítulos, partes o secciones? o sin necesidad de estos… y ¿cómo serían estas partes?
Parece obvio, pero no lo es tanto. Cuando la novela asume ya una forma, por default, por así decirlo. Son los casos de novelas con forma de diario como La tregua de Benedetti, las compuestas de cartas como Tenemos que hablar de Kevin de Lionel Shriver o una mezcla de ambos como Drácula de Bram Stoker. La decisión la tomará el autor.
Una primera opción es simplemente escribir, páginas y páginas, sin ninguna división, como en Jota Erre de William Gaddis. Pero, créanme, es pesadísimo para el lector. Otra, es dividirla en partes, aunque no se enumeren, a lo García Márquez o Saramago. Este estilo es mucho más accesible al lector y se debe a la extraordinaria habilidad de los mencionados maestros.
Por eso lo más común es “repartir” un libro en partes. Pueden ser cantos (como los 24 de La Odisea) o capítulos (como los 24 de Otra vuelta de tuerca). Muchas veces se encabezan con números romanos, aunque también con números arábigos que pueden ser escritos en letras, como figuran en los libros de Vargas Llosa, o incluso con doble numeración como en 4, 3, 2,1 de Paul Auster. A veces, los capítulos tienen cada uno un título como en Redoble por Rancas y en otros casos no, como en varias obras de David Safier. O tienen título, pero no número, como en Libertad de Jonathan Franzen.
Estas partes o divisiones no necesariamente son arbitrarias o tienen como objetivo solo hacer más ordenada y fácil la lectura al que está del otro lado, sino que responden a un patrón. Hay libros divididos en estaciones del año como Marcovaldo de Italo Calvino, montos de dinero como en Quien quiere ser millonario, estancias de edificio como La vida, instrucciones de uso, días de la semana como El nombre de la rosa, por entrevistas como en Guerra mundial Z o haciendo combinaciones: por ejemplo, Los detectives salvajes tiene partes escritas como diario y otras por testimonios. Y hay infinidad de ejemplos más. El Ulises debe ser el libro en que cada capítulo, al menos en teoría, tiene más significados asignados.
En algunas ocasiones este patrón se va alternando, como cuando el relato varía si el capítulo es par o impar. Ejemplo de esto lo encontramos en capítulos divididos por personajes como 1Q84 de Haruki Murakami, por ciudades como en Windows of the World de Frédéric Beigbeder o líneas temporales como en El pez en el agua. Sé que esta última no es una novela, pero su autor suele usar esta técnica.
Pareciera que no eso fuera suficiente, pero para algunos escritores no lo es, pues se puede agregar una segunda categoría. Muchos libros se dividen en partes (primera parte, segunda parte, etc.) y luego en capítulos como Expiación de Ian McEwan. Otros a su vez agregan una tercera categoría, que puede estar numerada como en El Anatomista de Federico Andahazi o no estarlo, como en La ciudad y los perros. A veces me he encontrado también con un capítulo dividido en “titulares” como algunos de Las correcciones, La maravillosa vida breve de
Oscar Wao o el capítulo VII de la obra más famosa de Joyce. Y el que creo que es el récord de la materia debe ser Graham Greene que en varias de sus obras “filetea” el texto en partes, secciones, libros y capítulos, y hasta más, mezclando números romanos y arábigos.
Más allá de estas múltiples posibilidades, queda pendiente la pregunta de cómo deben ser cada uno de estos capítulos. Aunque lo parezca, no necesariamente todos tienen la misma extensión o intensidad. Es conocida la anécdota sobre El mundo es ancho y ajeno que, aunque contaba con veinticuatro capítulos, los primeros son más largos y complejos y los últimos se van reduciendo pues, supuestamente, el autor tenía que entregar la obra a un concurso y estaba contra el tiempo.
Aunque normalmente los capítulos suelen tener una extensión de varias páginas en que se describen escenarios, acciones y personajes, esto no tiene que ser así siempre. Hay libros en los que los capítulos son muy breves, a veces de dos hojas y tan dísimiles como Seda de Baricco o los superventas de Dan Brown.
¿Cuál es el mejor método? No existen reglas al respecto. Si alguna vez escribo una novela, trataré de que los capítulos sean breves porque: primero, te hacen sentir que estás avanzando rápido y eso motiva a la gente que siempre está apurada; y segundo, te dejan con ganas de más, en la parte más interesante. Me parece que un cliffhanger funciona mejor en un capítulo corto que en uno extenso. Pero ese es otro tema. Es hora de ponerle fin a esta parte, capítulo o lo que sea. Para mantener el orden.